Viajero Nomada en México

Juan Andrés por tierras mexicanas


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Coyoacán

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Dos maletas enormes y pesadas. 150 muestras de zapatos. Las arrastro como si llevaran dentro el tesoro perdido de Moctezuma. Cinco horas de autobús. De nuevo en el caos de Ciudad de México. Otra vez a visitar clientes. Tráfico y más tráfico. Tráfico que circula como agua de rio y tráfico que se estanca como un gran charco. Ni siquiera los taxistas conocen esta ciudad desproporcionada: cada desplazamiento es una odisea de preguntas e indicaciones mal dadas. El segundo día visito una importante empresa de venta on-line, el taxista que me recoge en el hotel parece veterano pero no tiene ni idea de dónde está nuestro destino. Por esos detalles de la idiosincrasia mexicana o del gigantismo de esta ciudad, aunque preguntamos a la central de taxis, a un repartidor de DHL y a tres taxistas por la Colonia San Miguel Chapultepec y a pesar de que sabemos que no estamos lejos, cada uno de los interpelados, aun pareciendo todos muy seguros de si mismos, cada uno, digo, nos manda en una dirección distinta. Surrealista. Al final tardamos una hora en un trayecto que debía haber supuesto veinte minutos. Cuando llegamos a la calle de la empresa, buscamos el número del edificio, el 240. Calle Francisco Villa nº 240. El ochenta por ciento de los portales no tiene placa con el número, pero conseguimos delimitar la zona de búsqueda. Aun así, no hay manera. Toca llamar por teléfono a la empresa. Los números de la calle están mal, me dicen. El edificio está al principio. Efectivamente, vamos para allá y descubrimos que el nº 240 está situado entre el 120 y el 130. Lógico. Al menos el taxista me rebaja la mitad del importe que marca el taxímetro.

De todas formas, tengo que decir que esta visita al DF ha tenido un aderezo muy especial. Mi amiga Mariana ha venido de Alicante hace unos dias. Mariana es chilanga hasta la médula, es decir, nacida y criada en el Distrito Federal y además amante incondicional de esta urbe. Ella y su simpática mamá me han recogido de mi última visita del jueves y me han invitado a comer en su casa (un plato típicamente casero: enchiladas con mole). El mole es una salsa cuya receta contiene, dicen, un centenar de ingredientes, que incluyen varios tipos de chiles, cacahuete, chocolate y quien sabe qué más. Está deliciosa y para sorpresa del extranjero, no pica.

Paso la tarde con Mariana y tengo la suerte de que me muestra una cara de esta ciudad que hasta ahora era desconocida para mi: nos acercamos al distrito de Coyoacán a dar un paseo por sus calles entre bohemias y coloniales. Disfrutamos del aire fresco de la noche y del agradable ambiente de los antros y restaurantes de la plaza del Coyote, abarrotados de gente. Son locales alojados en antiguas casonas de piedra de la época más temprana de la colonización. De hecho en una de esas casas vivieron Hernán Cortés y la Malinche. Hay varias iglesias de la misma época, incluida la de La Conchita, donde Mariana y Fer se casaron hace diez años. Va un abrazo para los dos.

En este barrio que es de lo más castizo, vivieron también los dos huracanes de la pintura mexicana: Frida Kahlo y Diego Rivera. Un célebre amigo de ellos dos, Trotski, también habitó una casa aquí, donde además, fue asesinado (por un español). En la amplia plaza central, hay jóvenes que juegan al ajedrez al abrigo de los soportales, mientras otro grupo muy nutrido hace una tamborada algo más allá, acompañados por varias decenas de bailarines improvisados que saltan y saltan al ritmo contundente de los tambores. Parecen los latidos del corazón de esta inmensa ciudad.


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La muerte del Enanito Torero

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A finales de los 90 se celebraba anualmente una feria de calzado en Miami, creo recordar que siempre en el mes de Enero. De esa manera, durante un tiempo estuve visitando la ciudad una vez al año. No diré que fuese ingrato. Cuando acababa el trabajo en la feria, resultaba agradable pasear por el Bay Side o por las calles emblemáticas de Miami Beach, tomar unas copas en los bares de moda o cenar en las terrazas de los restaurantes con música en vivo en Ocean Drive, viendo pasar los deportivos descapotables y las lujosas limusinas. Hace ya mucho tiempo de eso, pero recuerdo que una vez entramos en un bar que decían pertenecía a Gloria Stefan, el Larios, se llamaba. En algún momento fui a los baños y me impresionó el lujo del lugar y el detalle de que en la parte de los mingitorios empotrados en la pared habían dispuesto unas pantallas de vídeo que centelleaban con rutilantes imágenes de la MTV e incluso de la CNN, tecnológica manera de amenizar ese siempre aburrido “tiempo muerto” durante el alivio de la vejiga. Fue la primera vez que vi aquello.

Algunos años después, en Guadalajara (Jalisco), en los baños de una feria de calzado, descubrí que el concepto había llegado también a México, aunque adaptado a las posibilidades del lugar: en vez de pantallas de cristal líquido, habían instalado sobre los urinarios unos displays de vidrio con hojas de periódicos expuestas para que los usuarios nos ilustrásemos con las noticias del día. No es mala idea. Lo malo es que los periódicos mexicanos tienen cierta tendencia al amarillismo en su variante sangrienta, al estilo de “el Caso” de toda la vida en España. Aquí lo llaman a ese tipo de noticias “la nota roja”.

En uno de esos periódicos de urinario pude leer la triste noticia de la muerte del “enanito torero”. En ese lenguaje ampuloso que utiliza la prensa mexicana, el redactor contaba con todo lujo de detalles cómo el Señor Aldalberto Rodriguez, de profesión enanito torero en charlotadas de pueblo y capital, viajaba el día en cuestión en un autobús urbano de la ciudad de Guadalajara, en el que también viajaba el Señor Jesús Guzmán (que al principio no sabemos quién era ni que pintaba en el suceso). El ociso Sr. Adalberto se apeó en la parada nº 32, junto al mercado de abarrotes de la Colonia Insurgentes, con tan mala fortuna que, habiendo cruzado la calzada por el frente del camión (autobús), éste lo arrolló al reiniciar la marcha, produciéndole la muerte en ese mismo instante. El conductor, Adán J. Mendoza, intentó darse a la fuga (no sabemos si con el autobús o sin él), pero fue detenido por el pasajero Sr. Guzmán (ahora nos explicamos por qué se le mencionaba al principio de la noticia). De inmediato se formó un tumulto de gentes alrededor del lugar de los hechos, conformándose dos bandos contrarios: uno de ellos intentaba apedrear y linchar al conductor del autobús, el otro trataba de impedirlo. Al final la policía apareció y después de mucho bregar, puso orden. Pero lo más espeluznante era la coletilla del artículo: en aquel año, dos mil y poco, en verano ya iban por 56 las víctimas muertas por atropello de autobús público en Guadalajara. El principal problema era que los conductores manejaban borrachos las más de las veces. No estoy seguro de si a día de hoy hayan solucionado la cuestión.


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El Lector Empedernido

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El domingo por la mañana me corrieron de una librería. Vamos, que me echaron. Aunque más que librería era el Cementerio de los Libros Olvidados. Fui al centro de León a distraer la mañana del domingo. Visité el templo Expiatorio, una de las muchas iglesias que hay en la zona centro de la ciudad, junto a una amplia explanada. Según la Wikipedia es el máximo exponente de los templos neogóticos mexicanos y lo inauguró Benedicto XVI el año pasado, después de noventa años que ha durado su construcción, seguramente a ritmo de colecta. El caso es que andaba paseando esa mañana por la explanada junto a la iglesia cuando me fijé en un pequeño local con la puerta abierta, al otro lado de la calle. En el suelo, apoyado en la pared pude leer un cartel escrito a mano con letra desigual que decía “Librería el Lector Empedernido”. Desde lejos apenas se vislumbraba una esquina de una mesa cargada de libros asomando de entre una penumbra misteriosa. Me acerqué con curiosidad. Me quedé en la puerta, junto a la mesa que estorbaba en parte el paso. Efectivamente estaba cubierta por una montaña de libros en desorden que amenazaban caer hasta el suelo de cemento desconchado. La oscuridad que anegaba el local fue desapareciendo gradualmente conforme mis ojos se olvidaban de la fuerte luz del sol. El interior del lugar era estrecho y lo hacían aún más angosto varias estanterías de metal vencidas por el peso de centenares de libros viejos, de tamaños y encuadernaciones dispares. Una amalgama de literatura con aspecto fascinante. De un recodo apareció un señor algo extraño, bajito y taciturno, con una abundante melena que le llegaba hasta la mitad de la espalda y un poblado bigote que le hacían parecer una curiosa mezcla entre mesías religioso y revolucionario mexicano. No respondió a mis buenos días y en ningún momento dejó de moverse de acá para allá, aparentemente poniendo un orden imposible en aquel caos de libros. Comencé a toquetear los que había encima de la mesa, todos con aspecto ajado, algunos nuevos aunque ya deteriorados por el tiempo y otros usados. Al cabo de unos minutos, sin mirarme, el señor me pregunta que qué buscaba.

– Algo de novela. – Le digo.

– ¿Qué clase de novela?

No tengo ni idea de qué clase de novela busco. No le respondo nada concreto. Entonces me fijo en un ejemplar con buen aspecto de “el corazón de piedra verde” de Salvador de Madariaga. Una lectura interesante sobre la historia del México precolombino y la Conquista.

– ¿Qué precio tiene este?

– Doscientos pesos.

Me quedo asombrado. Doscientos pesos no son más que unos doce euros, pero me parece una barbaridad para un libro de ocasión. Los nuevos valen casi lo mismo.

– Un poco caro ¿no?

El mesías o revolucionario no me contesta. Sigue con la cabeza agachada sobre los libros que no se sabe bien si está emparejando o simplemente moviendo de sitio. Miro hacia el interior, hacia las estanterías arqueadas por el peso de quién sabe qué tesoros literarios.

– ¿Tiene algo sobre…

No me deja terminar la frase.

– No.

– … la Revolución Mexicana. – la acabo de todas formas. Se hace un silencio hosco.

– Si quiere vaya a mirar lo que valen los libros en cualquier otra librería.

Antes me he fijado en que enfrente, a treinta metros, hay una librería comercial normal, con aspecto incluso elegante.

– Bueno, no se ofenda usted. – Tengo el libro de Madariaga en la mano.

– Vaya, vaya a ver lo que valen los libros. No. Da igual, de todas formas aquí no le voy a vender nada. – Me quita el libro de la mano y lo deja sobre la mesa. Siempre sin levantar la vista.

Me quedo callado y salgo otra vez a la plaza del templo Expiatorio.

En la librería de enfrente, muy moderna y bien atendida por una chica simpática, encuentro otra edición del corazón de piedra verde. Vale veinte pesos más (un euro y veinte céntimos màs), pero está en perfecto estado. Sin embargo, no tienen nada sobre la Revolución Mexicana.